martes, 26 de enero de 2016

LA META: AMOR FÓSIL

"Lo mismo que te ayuda a crecer, también te poda."
Franz Kafka

Una mañana, tras un sueño intranquilo, yo, la tipa de cabellos espirálicos, me desperté convertida en un monstruoso insecto.

Puedo asegurar que en aquel momento, exactamente en ese instante, no hubo persona ni animal más feliz que yo. Si hubiera podido gritar, la Tierra habría cambiado de sentido, aunque sospecho que en alguno de sus movimientos debió variar algo.

Ni mis seis patas, ni mis dos pares de alas, ni mis antenas lo podían creer. Pero así era, o mejor dicho, así habría de ser a partir de ahora, un monstruoso insecto. Aquello era un regalo. Qué más da el cómo o el por qué.
Así que dije adiós a mi casa, a la ropa, a los aparatos, adiós a la guitarra, a las manos, a los lunares que sólo hacían preguntas y que crecían para llamar la atención.

La tipa de cabellos espirálicos no se queda para ver cómo los pierde. Prefiero peinarme las vibraciones.

Mi piel se descamó y dejó paso a un cuerpo nuevo, mi pensamiento sigue conmigo. Tengo un caparazón sin marcas de las que acordarse, así que para qué dar llama a la razón.

Pero he de admitir, que hasta los monstruosos insectos sienten, buscan, cosas parecidas a los humanos. Son inconscientes. Se dan de frente contra una luz que les quema, porque quizás también persigan la belleza. Se desprenden de una parte vital de sus monstruosos cuerpos para luchar contra un peligro externo. Y eso es algo que no caduca, porque es una fibra más de lo que define su especie. No existen las elecciones. Afrontan lo que les viene sin apartarse a un lado.

Incluso aman. Aman sin por qués.

Una mañana, tras un sueño intranquilo, yo, la tipa de cabellos espirálicos, me desperté convertida en un monstruoso insecto, sin saber lo que significaba ser un monstruoso insecto. Feliz porque ya no era necesario enfrentarse a los miedos, ni abrir cartas con malas noticias, ni sufrir, ni hacer sufrir. Feliz porque había sido fácil migrar de una piel a otra sin ver cómo lo exterior, la envoltura de la entrañas, se iba deteriorando. Feliz porque ya no había motivos para morir.

Esa era la meta, no morir.  Y lo había conseguido.

Por un tiempo estuvo bien, pero luego viene la nostalgia, las dudas, y te ponen patas arriba. Como si fuera fácil levantarse siendo un monstruoso insecto. Vuelve, y cada vez más, el echar de menos.

Me di cuenta de lo insensato, y posiblemente triste, que había sido aceptar sin preguntas el haberme convertido en algo que no era.

Quise volver en busca de mi cuerpo, deseando que se hubiera congelado en el tiempo, fosilizado en la crisálida de sábanas de la última noche que dormí en el.

Me negaba a acabar como aquel ciempiés que cansado de su nombre decidió amputarse una pata.

Recuperar mi vida, esa a la que le quedaba tan poco, pero lo suficiente como para una despedida. Quería mudarme a mi antigua piel, para dejar huella en otras pieles.

La meta ahora, era vivir. Aprovechar los momentos a los que les queda muy poquito, como cuando te reservas la yema del huevo frito para el final, cuando te acomodas para leer el último capítulo de un libro, cuando hechas la última foto o vistazo al lugar donde has estado de vacaciones o por casualidad, y al que puede que nunca vuelvas. Vivir esos finales, que se acaban y a la vez regresan al escarbar en la memoria de alguien, como un fósil. Sí, eso es, como un fósil.