lunes, 29 de febrero de 2016

LAS PIEDRAS NO TIENEN LA CULPA

- ¿Y qué vas a hacer ahora?

- No sé, hace días que no duermo, supongo que escribir. Usted me dijo que lo hiciera. Usted me dijo muchas cosas. Siempre lo hace. Después, cuando yo hablo, usted se calla. Imagino que es porque habita en el silencio y allí no se puede escuchar nada, o justamente eso es lo único que se oye.

Usted quiere una isla griega, donde tener una casita blanca cerca de alguna cueva, o mejor, dice, tener una cuevita, donde no cueste respirar y la crisis sea una leyenda que la gente comienza a olvidar. Así, todo muy de azul y muy de blanco, todos muy morenos sin matarnos al Sol. Viendo a lo lejos, algún velerito de verdad o de mentira, de madera o de nube.

Usted quiere esa isla griega porque además la necesita. Yo también. Si no cualquier día mando todo esto que a veces es nada, al carajo y vuelvo a morir. Y volver a morir es terrible. Es terrible porque sientes un goteo de aceite en la cabeza, toda la suciedad se pega al cuerpo, y el agua no parece lavar, por aquello de que apenas se mezcla con el aceite. Y el cráneo se erosiona. Por eso necesito la isla griega, la cuevita, el azul, el blanco, el velero. Necesito todo eso porque es un escudo que no daña el cerebro, que lo hace respirar y olvidarse de la resaca del mundo.

Hace días que no duermo, y cuando esto pasa las náuseas se acomodan. Se instalan sin pagar alquiler.

Pasamos por Parque Lisboa, pero allí no hay nada de Lisboa. Y yo no quiero ser una cremallera rota, aunque a veces sea necesario romper con todo. No quiero tener que necesitar el frío, ni tener que salir huyendo de un vagón porque la claustrofobia de mi propio cuerpo me llena de vahídos.

Usted me dice que me tome unas cervezas, pero ya no me hacen flotar. Añaden un clavo más a mis suelas, se alían con la gravedad, esa fuerza que no es grave, pero nos hace caer.

De todas formas, las piedras no tienen la culpa. Son estos ojos que pueden pero no quieren ver, esta mirada jubilada que grita con subtítulos a pupilas que no saben leer.

Hace días que no puedo dormir, y los vagones se convierten en transporte de jorobas. El tacto por sorpresa está en peligro de extinción. Como los teléfonos con cable, los susurros, o los “no tengo prisa”.

Usted me dice que vaya rápido, que la vida son un par de gritos y cuando toca un corte de digestión o de respiración. Pero yo prefiero moverme y contemplar, mecerme en un dulce balanceo entro lo uno y lo otro. Aún no deseo la estabilidad, aunque a veces juegue a ser estatua que tatúa silencios en una ciudad donde nadie se para a escuchar.

Hace días que no duermo y usted me repite que el camino siempre es hacia adelante, y yo le digo que eso es cierto, porque para qué andar hacia atrás.

Pero salto de un escenario a otro, y en el recuerdo voy y vuelvo. Y justo cuando pienso en que quiero dormir y no puedo…

Voy y despierto.

lunes, 15 de febrero de 2016

SI YO FUERA UN EXTRATERRESTRE

Si yo fuera un extraterrestre, no me preocuparía en abducir a ningún gobernador, ni en robar la esencia de mentes inteligentes.

Si yo fuera un extraterrestre, no como Gurb, ni E.T., más bien como una especie de nube capaz de convertirse en cualquier cosa, me transformaría en el olor que sale del mejunje que se forma al espachurrar la fruta madura y magullada que nadie se quiere comer.

En el sonido de las olas cuando rompen consigo mismas. Porque no es como cuando una persona se mete al mar y se lanza contra su reflejo. No sé cómo es, pero me gusta pensar que el sonido que se produce al romper contigo mismo tiene que ser increíble.

Si yo fuera un extraterrestre, me convertiría por un minuto al menos, en una papila gustativa.

Después en un  animal. Puede que en un flamenco, una ballena, o una hormiga.

Me metería dentro de un árbol y probaría aquello de echarse la siesta.

Me asomaría a un volcán, y a alguna mente con la puerta abierta.

Me daría un mordisco para saber cómo sabe un extraterrestre.

Si yo fuera un extraterrestre, buscaría a alguien que no me enseñara en qué consiste el dinero, ni las raíces cuadradas, ni el interior de un reloj, ni el tiempo.

Buscaría a alguien con cicatrices en la mirada, que supiera crear caminos entre escombros, que fuera capaz de desnudar al miedo en lugar de travestirlo de pereza, dudas y negaciones.

Alguien que sólo se apagara para jugar a las tinieblas. Alguien que quisiera jugar a las tinieblas por esta habitación que llamamos planeta.

Si yo fuera un extraterrestre, me pararía a mirar. No tendría días con prisa, ni un techo de cemento, ni un camino de alquitrán.

Si yo fuera un extraterrestre, me seguiría buscando.

Rastrearía al destino y le pillaría por sorpresa.

Buscaría ese segundo mundo del que nadie habla. Un lugar donde las mentiras fueran erradicadas, donde las únicas inundaciones fueran de palabras porque ya nadie calla lo que siente. Donde la verdad no duela, es más, donde el dolor sea una de esas mentiras que fueron erradicadas, y no tuviéramos que matar a la tristeza a base de hamburguesas.

Si yo fuera un extraterrestre, puede que ni siquiera pisara la Tierra.

Pero si lo hiciera, si fuera una especie de nube capaz de convertirse en cualquier cosa, como en el olor de la fruta madura y magullada, en el sonido de las olas cuando rompen consigo mismas, en una papila gustativa, un flamenco, una ballena, una hormiga…


Si yo fuera un extraterrestre, lo seguiría intentando.


lunes, 8 de febrero de 2016

CANTO MUDO DE CLAQUETA

Walt despertó al escuchar un ruido, como si alguien hubiese dado un golpe seco en una superficie de madera.

Se levantó de la cama, corrió las cortinas y observó desde un plano en picado la ciudad. Los tiempos habían cambiado. Walt lo sabía. Su mundo había decaído y él tenía que hacer algo.

Mufasa murió y ahora Simba estaba pensando en abdicar. Según el abogado Mowgli, poseía todos los derechos de abandonar a su manada, por lo visto ese ciclo sin fin sí que tenía un final.

<<Esto está mal>> pensaba Walt. Encendía la radio y todo eran malas noticias, genios sufriendo el desalojo de sus lámparas, Ariel, Nemo y los demás puestos en cuarentena por intoxicación de vertidos ilegales en el mar, Mery Poppins encarcelada por tráfico de drogas con ese poco de azúcar.

»Quizás sea mejor darse por vencido, meterme en el congelador y esperar a que pasen un par de décadas.
Estoy harto. No es justo, son todos unos desagradecidos, yo les di una historia, les presté un final feliz. Lo han estropeado, les abofetearía a todos, merecen sufrir. 

Decidido, Walt salió de casa. Sus pasos eran zancadas de ira, decepción, traspiés de cuándos, de porqués.

Intentaba recordar cómo era posible aquel salto de eje mientras sentía la sensación de que un gran ojo le perseguía, dispuesto a ser testigo de cada uno de sus movimientos.

Se cruzó con varios transeúntes, allí estaba Peter el pederasta, los aristogatos rebuscando en un contenedor mientras se peleaban con los tres de los 101 dálmatas que quedaban, Alicia en una esquina, mendigando un trozo de algún hongo que la hiciera crecer, aunque eso ya fuera imposible tras haberse consumido en el país de las toxicomanías.

Walt quería escupirles, escupirles con palabras que borraran aquello en lo que se habían convertido, prender los negativos, apagar la luz.

Salió de las callejuelas y cruzó el puente que unía el castillo con el resto de la ciudad. Aquello se había convertido en un burdel donde las princesas ofrecían sus cuerpos a magos, piratas, y robots.

Walt entró en una sala concurrida, subió de un salto en una mesa que rodeaban los siete enanitos, dio una patada a lo que parecía un elefante estofado con orejas enormes haciendo que el paquidermo volara y paralizara a todos los presentes. Se hizo el silencio. Walt se vio alumbrado por una luz perpendicular y sacó una pistola apuntando al techo.

<<Es hora de poner fin a todo esto>> dijo, y disparó haciendo tambalear una lámpara de araña.

Estaba sudando, sus ojos escrutaban todas las miradas intentando decidir quién sería el primero. Fue entonces cuando alguien gritó

¡Corten!