domingo, 25 de septiembre de 2016

A UN PALMO MÁS CERCA

Mamá Mamut me contó un secreto. Fue un secreto bonito, de esos que se cuentan cerca de una hoguera, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, como si hubiera un lago en cada uno de ellos que estuviera a punto de brotar. De esos secretos que se cuentan a un palmo más cerca que el resto de secretos.

Mamá Mamut me lo contó una noche en pleno otoño. Lo sé porque el bosque donde estábamos vestía colores al óleo, y las hojas del suelo nos servían de sábana para no mancharnos de barro. Y qué bien olía a barro, y a hoguera. Qué bien olía Mamá Mamut mientras me contaba a un palmo más cerca un secreto que ya no puedo recordar.

Yo fumaba un cigarro, no sé qué hora era. Creo que por la mañana, creo que domingo, casi juraría que primavera. No me acuerdo de todo eso, pero sí de que olía a hierba, que el sol me daba en la cara sin hacer daño, y de que él salió a preparar algo en la mesa del porche sin que apenas se le viera.

De vez en cuando me daban las tantas y me pillaba el amanecer de vuelta. Cuando esto pasaba, subía a la montaña, y me sentaba a mirar aquella casa de color celeste.

Era como mirar algo con olor a magdalena. Como un cuento que se ha colado en otra historia.

Incapaz de recordar el secreto de Mamá Mamut, me entretenía imaginando qué hacía ese tipo en la casa celeste.

Era un juego. Un juego tonto para pasar el rato mientras el cielo vuelve a ponerse azul cielo y sabes que no vas a poder dormir.

Ese tipo no podía ser normal. Básicamente porque la gente normal no existe.

Le miraba fijamente, tratando de ver su cara. Entonces se sentó en el porche y buscó un cigarrillo. Me quedé atónita cuando le vi haciéndome señas para ver si tenía fuego.

Se llamaba Fernão, fumaba tabaco aromático y su mirada era de esas que parecen guardar un montón de secretos de los que se cuentan cerca de una hoguera, a un palmo más cerca que el resto de secretos.

Me dijo que él no vivía allí, le cuidaba la casa a los dueños por temporadas. Yo notaba que Fernão no era un tipo normal. Confundía palabras, no sabía describir otras, a veces apartaba la mirada y volvía a mirarme como si yo hubiera aparecido de repente. Se callaba, y eso no me gustaba, porque estaba como ausente. Me dijo que tenía miedo, pero no supo explicarme el por qué. Miedo de ser una H, decía.

Pasé un tiempo fuera. Cuando regresé, y volvían a darme las tantas, me sentaba a mirar la casa de color celeste esperando que Fernão apareciera. No sé por qué pasa, pero a veces echamos de menos las cosas que nunca hemos llegado a tener, sentimos nostalgia de momentos que no hemos llegado a vivir, de personas que no hemos llegado a conocer.

Un día, me atreví a llamar al timbre de la casa de color celeste. Nadie contestaba. Un vecino se acercó y me preguntó si quería algo.

Le expliqué que buscaba a Fernão, un tipo que no era normal, que cuidaba la casa a los dueños por temporadas.

- Ay menina, él murió.

En ese momento sentí que todo, incluso la casa de color celeste, se volvía gris.

- Sinto muito.

El vecino me explicó que Fernão era el dueño de la casa, y que tenía Alzheimer.

Pasé mucho tiempo sin volver por allí. Cuando lo hice, la casa de color celeste estaba descascarillándose. Me parecía absurdo pensar que aquel lugar pudiera oler a magdalenas.

Yo fumaba un cigarro, intentando recordar el secreto de Mamá Mamut. Y tenía miedo de haberlo olvidado para siempre. Miedo de ser una H, muda, un ruido invisible, de apartar la mirada, de estar callada, como ausente.

 
Sintra, Clara Quintana

lunes, 19 de septiembre de 2016

LO QUE TOCA CUANDO SALES DE UN POZO

Salgo del pozo.

Ando por la carretera. Una pista larga, gris, adornada de gente, sonidos, olores, huellas invisibles, y también de cemento.

Algo me da en la cara. Hacía tanto tiempo. Algo me da de lleno en la cara y creo estar sonriendo.

Viento.

Sigo caminando. Muchos hombros se empeñan en chocarse contra los míos. Y yo, recién salido de los muros, me siento como una piedra que no sabe encontrar su hueco, una pieza dilatada que ya no encaja en su lugar.

Una chica se aproxima mirando al suelo. Sigo con mi papel de piedra, se choca contra mí y unas tijeras van a parar a los dedos desnudos de mis pies.

La chica, sin hacerme caso, se pone a recoger con prisa brazos, piernas, manos, el torso de un hombre, los pechos de una mujer, una cabeza, las tijeras paradas sobre los dedos desnudos de mis pies, y vuelve a meterlo todo en una bolsa enorme.

Después me mira, y escucho a sus pupilas gritar “maldita piedra”.

La observo mientras se aleja cargada de pedazos que no dicen nada. Como si en esa bolsa enorme guardara un montón de principios, nudos y finales sin ninguna conexión, trozos de historias ajenas que se perdieron o que alguna persona decidió abandonar, como cuando se lanza un palo a un río seco, hasta que aparece alguien con una bolsa enorme, recoge todo y se pone a coser, o le prende fuego, o lo deja caer al chocarse contra una piedra.

La chica se detiene frente a una tienda de ropa, y después de saludar al guarda de seguridad, entra y deja la bolsa enorme en el escaparate.

Dispuesto a seguir caminando, otra mujer con el abrigo más feo del mundo, choca contra mí y derrama un líquido caliente con olor a avellana sobre mi cuerpo desnudo. Recoge su vaso y se larga maldiciendo.

Entonces, ese olor a avellana que cubre mi tripa se empeña en escalar hasta mi cerebro repleto de trastos, dudas y recuerdos. Recojo las gotas acumuladas en mi ombligo y me lamo los dedos.

Aquel café.

Grito. Con los ojos cerrados, con la boca bien abierta. Grito con cada partícula que habita en mí, durante mucho tiempo. Hasta que me vacío, porque es lo que toca cuando sales de un pozo.

Después, abro los ojos y camino, sin ni siquiera saber dónde está el horizonte.

Toco el alrededor, el cabello de un hombre que se está quedando sin cabello, la funda de una guitarra que se tumba descubriendo un vacío de terciopelo.

Huelo el humo de un porro, de pan recién hecho, o recién descongelado, el olor de un perfume que lucha por vestir un cuello.

Escucho los semáforos, motores ahogados, risas limpias, susurros descarados, ladridos escondidos tras los ladrillos de un edificio desalojado.

Saboreo las hojas de la hilera de arbustos, el caramelo que un niño rechaza a un desconocido, el beso que alguien lanza al aire y no es capturado, el jugo de una naranja olvidada que me llama desde un escalón.

Tuerzo las esquinas sin instrucciones. Veo manos con infinitas líneas, pupilas que desprenden luz, veo naturaleza muerta y viva, veo unas pisadas que respiran, de sueños, de cansancio, de a ver qué pasa.

Me detengo ante mi reflejo en un cristal, bajo un rótulo que anuncia cualquier cosa. Desnudo. Me toco la cara. Por las huellas de mis venas, viaja el alivio que se siente cuando unos ojos te encuentran.

Me encuentro.

Entonces me digo que ya no.

Ya no quiero explorar una sola orilla.

Que tal vez esté aquí para pincharme y sangrar, sin que unas tijeras ajenas o el olor de un último café me lleven a la oscuridad de un pozo, al fondo de un río seco donde anidan pedazos de lo que fui, que alguien recogerá algún día y meterá en una bolsa enorme.

Quizás esté aquí porque la vida es un chiste, y aunque aún no atisbe el horizonte, sí existe la brisa de una carcajada que me apetece perseguir.

O puede que simplemente, esté aquí para dejar la pregunta “¿Qué hago aquí?” olvidada en un rincón por el que nunca vuelva a pasar.


Porque, no sé, quizás sea lo que toca cuando sales de un pozo.

                                             Lisboa, Clara Quintana