Salgo del pozo.
Ando por la carretera. Una pista larga,
gris, adornada de gente, sonidos, olores, huellas invisibles, y también de
cemento.
Algo me da en la cara. Hacía tanto tiempo.
Algo me da de lleno en la cara y creo estar sonriendo.
Viento.
Sigo caminando. Muchos hombros se empeñan en
chocarse contra los míos. Y yo, recién salido de los muros, me siento como una
piedra que no sabe encontrar su hueco, una pieza dilatada que ya no encaja en
su lugar.
Una chica se aproxima mirando al suelo. Sigo
con mi papel de piedra, se choca contra mí y unas tijeras van a parar a los
dedos desnudos de mis pies.
La chica, sin hacerme caso, se pone a recoger
con prisa brazos, piernas, manos, el torso de un hombre, los pechos de una
mujer, una cabeza, las tijeras paradas sobre los dedos desnudos de mis pies, y
vuelve a meterlo todo en una bolsa enorme.
Después me mira, y escucho a sus pupilas
gritar “maldita piedra”.
La observo mientras se aleja cargada de
pedazos que no dicen nada. Como si en esa bolsa enorme guardara un montón de
principios, nudos y finales sin ninguna conexión, trozos de historias ajenas
que se perdieron o que alguna persona decidió abandonar, como cuando se lanza
un palo a un río seco, hasta que aparece alguien con una bolsa enorme, recoge
todo y se pone a coser, o le prende fuego, o lo deja caer al chocarse contra
una piedra.
La chica se detiene frente a una tienda de
ropa, y después de saludar al guarda de seguridad, entra y deja la bolsa enorme
en el escaparate.
Dispuesto a seguir caminando, otra mujer con
el abrigo más feo del mundo, choca contra mí y derrama un líquido caliente con
olor a avellana sobre mi cuerpo desnudo. Recoge su vaso y se larga maldiciendo.
Entonces, ese olor a avellana que cubre mi
tripa se empeña en escalar hasta mi cerebro repleto de trastos, dudas y
recuerdos. Recojo las gotas acumuladas en mi ombligo y me lamo los dedos.
Aquel café.
Grito. Con los ojos cerrados, con la boca
bien abierta. Grito con cada partícula que habita en mí, durante mucho tiempo.
Hasta que me vacío, porque es lo que toca cuando sales de un pozo.
Después, abro los ojos y camino, sin ni siquiera
saber dónde está el horizonte.
Toco el alrededor, el cabello de un hombre
que se está quedando sin cabello, la funda de una guitarra que se tumba
descubriendo un vacío de terciopelo.
Huelo el humo de un porro, de pan recién
hecho, o recién descongelado, el olor de un perfume que lucha por vestir un
cuello.
Escucho los semáforos, motores ahogados,
risas limpias, susurros descarados, ladridos escondidos tras los ladrillos de
un edificio desalojado.
Saboreo las hojas de la hilera de arbustos,
el caramelo que un niño rechaza a un desconocido, el beso que alguien lanza al
aire y no es capturado, el jugo de una naranja olvidada que me llama desde un
escalón.
Tuerzo las esquinas sin instrucciones. Veo
manos con infinitas líneas, pupilas que desprenden luz, veo naturaleza muerta y
viva, veo unas pisadas que respiran, de sueños, de cansancio, de a ver qué
pasa.
Me detengo ante mi reflejo en un cristal,
bajo un rótulo que anuncia cualquier cosa. Desnudo. Me toco la cara. Por las
huellas de mis venas, viaja el alivio que se siente cuando unos ojos te
encuentran.
Me encuentro.
Entonces me digo que ya no.
Ya no quiero explorar una sola orilla.
Que tal vez esté aquí para pincharme y
sangrar, sin que unas tijeras ajenas o el olor de un último café me lleven a la
oscuridad de un pozo, al fondo de un río seco donde anidan pedazos de lo que
fui, que alguien recogerá algún día y meterá en una bolsa enorme.
Quizás esté aquí porque la vida es un
chiste, y aunque aún no atisbe el horizonte, sí existe la brisa de una carcajada
que me apetece perseguir.
O puede que simplemente, esté aquí para
dejar la pregunta “¿Qué hago aquí?” olvidada en un rincón por el que nunca
vuelva a pasar.
Porque, no sé, quizás sea lo que toca cuando
sales de un pozo.
Lisboa, Clara Quintana