lunes, 19 de junio de 2017

RELOJES ROTOS

Give me your don’t you don't. Tu grito más vibrante. Tu color favorito. Give me tonight your best memory.

Y tu guitarra eléctrica, el último cigarro, la cartera de cuadros, el pendiente que cayó por tu lavabo. El reloj de tu comunión, tu rincón favorito, la rueda de repuesto. Give me fire. Y quemamos todo esto, en un escenario antes de un concierto.

Derribemos la penumbra en un baile de luz. Destapemos a la Luna, que se mire cara a cara con el Sol.

Destruyamos lo que nos hace daño, la espina en el paladar, la quemadura de un incendio originado en nuestro centro, el escalón con el que siempre tropezamos.

Saltemos a la comba en la azotea del edificio más alto.

Rasquémonos el cielo.

Dolámonos en otro sitio. Dolámonos en los codos, en la nuca, dolámonos en el ombligo, quizás así olvidemos qué es lo que realmente nos duele.

Despidámonos de las piedras a las que pusimos nombre, echémoslas a la trituradora.

Hagamos una oda a los baños públicos.

Esos lugares con espejos repletos de arte con pintalabios, en los que nadie se libra de resbalarse con líquidos extraños.

Donde la gente se ensucia de lágrimas.

Donde firmar un abastecimiento de caricias con las manos, darnos la paz como hermanos, salir sin mirar atrás.

Salas de negocio, donde se firman contratos durante sesiones de ocio.

Donde no sé por qué, pero no existen los mediodías.

Sitio de paso, punto de encuentro en conciertos, motel privado para algunos en invierno.

Donde aullar y cacarear en una lluvia de tornillos, para que otros niños perdidos los recojan y vendan en ebay.

Y después de esta oda sin sentido, invitemos al tiempo perdido a una conferencia, o que le encierren de una vez por todas en la prisión de la indiferencia.

Hagamos una crisálida con la piel donde se tatuan las heridas.

Encerremos el dolor mucho tiempo, olvidémoslo, hasta que un día empiece a palpitar y algo nuevo salga volando, sin dramas.

Escuchemos los graznidos de la piel cuando alguien se marcha.

Mareemos a las perdices que se escaparon de los finales felices.

Abrámonos el pecho, es algo común, ya me pasó.

Dentro había un cielo azul con pájaros y corrientes de aire de todas las temperaturas.

También había un iceberg del que sólo se podía ver la punta, sin pistas de sus dimensiones verdaderas.

Un día se me abrió el pecho, era tan inmenso lo que encerraba que el dolor me dejó sin respiración.

A veces intento cerrarlo, porque temo que mi cielo se estire tanto que al final acabe por romperme, o separarme en dos mitades, o hacerme desaparecer y fundirme con el cielo de ahí fuera.

Un día se me abrió el pecho y supe que nadie sería capaz de cubrirlo o coserlo. Que a partir de entonces, siempre quedaría una grieta y sería inevitable que las cosas se colaran sin darme cuenta.

Abramos grietas.

Reventémonos las pesadillas.

Elijamos el delirio para no enloquecer.

Rajémonos el alma a ver si sangra aire encerrado.

Busquémonos los ojos.

Porque al final...todos seremos relojes rotos.


                        Ilustración Paula Bonet



lunes, 27 de febrero de 2017

A DÓNDE VAS CON TU CÁSCARA

A dónde vas con tu cáscara, sácala a pasear por algún bazar. Pide un licor casero para llevar, a una casa que esté lejos de la ciudad.

Entra por la puerta, la ventana, o el tejado. Tira un dardo que apunte al cielo, y que caiga en el pozo donde brotan las flechas, de las presas a las que cupido no pudo alcanzar.

Muerde lo que te duela y saborea el veneno, para descubrir a qué sabe lo que nos hace fuertes. Quizá después, quizá, puedas enseñar a morder.

Flagela a la gris envidia, que congela la luz de una sonrisa. Y si quiere, que entre en ebullición la pena, y se empañen los espejos con falsos reflejos. Quizá después, quizá, aprendas a mirar.

Dibuja una constelación en cualquier espalda, qué importan los lunares, todos tenemos columnas estelares.

Grita después de tus pesadillas, aunque ya hayas despertado, sin saber si el rugido es de felicidad o miedo, porque tal vez el precipicio por el que no llegaste a caer, es exactamente el lugar donde van a parar tus alaridos.

Tira por el retrete las cápsulas y sobres del sufrimiento efervescente. Quema el prospecto de cómo ingerir el odio. Quizá después, quizá, veas morir la tristeza en un equinoccio.

No regales tus miedos, total la ley de la gravedad nos persigue desde que nacemos.

Escucha el susurro que silba cuando algo está a punto de pasar. 

Llénate de cosas que te vacíen.

A dónde vas con tu cáscara. Camina creando, uno no puede volver a seguir sus propios pasos. Nos engañaron, las huellas no sirven para volver, porque todo cambia sin pausa, desde la cascada hasta el meñique de tu pie. Desde la capa de ozono hasta la neurona que te dice que el pescado no te gusta, pasando por el paso de cebra que pisas todos los días.

Ve al bosque, permanece sin hacer ruido, hasta que eschuches unos pájaros conversando a su manera, hasta que una lagartija te confunda con una piedra y suba por tu rodilla, hasta que una nutria pase resoplando a tu lado y te mire con desdén.

Quizá después, quizá, te preguntes a dónde ibas con tu cáscara.


Ilustración Sara Herranz