Y tu guitarra eléctrica, el último cigarro, la cartera de cuadros, el pendiente que cayó por tu lavabo. El reloj de tu comunión, tu rincón favorito, la rueda de repuesto. Give me fire. Y quemamos todo esto, en un escenario antes de un concierto.
Derribemos la penumbra en un baile de luz. Destapemos a la Luna, que se mire cara a cara con el Sol.
Destruyamos lo que nos hace daño, la espina en el paladar, la quemadura de un incendio originado en nuestro centro, el escalón con el que siempre tropezamos.
Saltemos a la comba en la azotea del edificio más alto.
Rasquémonos el cielo.
Dolámonos en otro sitio. Dolámonos en los codos, en la nuca, dolámonos en el ombligo, quizás así olvidemos qué es lo que realmente nos duele.
Despidámonos de las piedras a las que pusimos nombre, echémoslas a la trituradora.
Hagamos una oda a los baños públicos.
Esos lugares con espejos repletos de arte con pintalabios, en los que nadie se libra de resbalarse con líquidos extraños.
Donde la gente se ensucia de lágrimas.
Donde firmar un abastecimiento de caricias con las manos, darnos la paz como hermanos, salir sin mirar atrás.
Salas de negocio, donde se firman contratos durante sesiones de ocio.
Donde no sé por qué, pero no existen los mediodías.
Sitio de paso, punto de encuentro en conciertos, motel privado para algunos en invierno.
Donde aullar y cacarear en una lluvia de tornillos, para que otros niños perdidos los recojan y vendan en ebay.
Y después de esta oda sin sentido, invitemos al tiempo perdido a una conferencia, o que le encierren de una vez por todas en la prisión de la indiferencia.
Hagamos una crisálida con la piel donde se tatuan las heridas.
Encerremos el dolor mucho tiempo, olvidémoslo, hasta que un día empiece a palpitar y algo nuevo salga volando, sin dramas.
Escuchemos los graznidos de la piel cuando alguien se marcha.
Mareemos a las perdices que se escaparon de los finales felices.
Abrámonos el pecho, es algo común, ya me pasó.
Dentro había un cielo azul con pájaros y corrientes de aire de todas las temperaturas.
También había un iceberg del que sólo se podía ver la punta, sin pistas de sus dimensiones verdaderas.
Un día se me abrió el pecho, era tan inmenso lo que encerraba que el dolor me dejó sin respiración.
A veces intento cerrarlo, porque temo que mi cielo se estire tanto que al final acabe por romperme, o separarme en dos mitades, o hacerme desaparecer y fundirme con el cielo de ahí fuera.
Un día se me abrió el pecho y supe que nadie sería capaz de cubrirlo o coserlo. Que a partir de entonces, siempre quedaría una grieta y sería inevitable que las cosas se colaran sin darme cuenta.
Abramos grietas.
Reventémonos las pesadillas.
Elijamos el delirio para no enloquecer.
Rajémonos el alma a ver si sangra aire encerrado.
Busquémonos los ojos.
Porque al final...todos seremos relojes rotos.
Ilustración Paula Bonet
No hay comentarios:
Publicar un comentario