"Lo mismo que te ayuda a crecer, también te poda."
Franz Kafka
Una mañana, tras un sueño intranquilo, yo, la
tipa de cabellos espirálicos, me desperté convertida en un monstruoso insecto.
Puedo asegurar que en aquel momento,
exactamente en ese instante, no hubo persona ni animal más feliz que yo. Si
hubiera podido gritar, la Tierra habría cambiado de sentido, aunque sospecho
que en alguno de sus movimientos debió variar algo.
Ni mis seis patas, ni mis dos pares de alas,
ni mis antenas lo podían creer. Pero así era, o mejor dicho, así habría de ser a
partir de ahora, un monstruoso insecto. Aquello era un regalo. Qué más da el
cómo o el por qué.
Así que dije adiós a mi casa, a la ropa, a
los aparatos, adiós a la guitarra, a las manos, a los lunares que sólo hacían
preguntas y que crecían para llamar la atención.
La tipa de cabellos espirálicos no se queda
para ver cómo los pierde. Prefiero peinarme las vibraciones.
Mi piel se descamó y dejó paso a un cuerpo
nuevo, mi pensamiento sigue conmigo. Tengo un caparazón sin marcas de las que
acordarse, así que para qué dar llama a la razón.
Pero he de admitir, que hasta los monstruosos
insectos sienten, buscan, cosas parecidas a los humanos. Son inconscientes. Se
dan de frente contra una luz que les quema, porque quizás también persigan la
belleza. Se desprenden de una parte vital de sus monstruosos cuerpos para
luchar contra un peligro externo. Y eso es algo que no caduca, porque es una
fibra más de lo que define su especie. No existen las elecciones. Afrontan lo
que les viene sin apartarse a un lado.
Incluso aman. Aman sin por qués.
Una mañana, tras un sueño intranquilo, yo, la
tipa de cabellos espirálicos, me desperté convertida en un monstruoso insecto,
sin saber lo que significaba ser un monstruoso insecto. Feliz porque ya no era
necesario enfrentarse a los miedos, ni abrir cartas con malas noticias, ni
sufrir, ni hacer sufrir. Feliz porque había sido fácil migrar de una piel a
otra sin ver cómo lo exterior, la envoltura de la entrañas, se iba
deteriorando. Feliz porque ya no había motivos para morir.
Esa era la meta, no morir. Y lo había conseguido.
Por un tiempo estuvo bien, pero luego viene
la nostalgia, las dudas, y te ponen patas arriba. Como si fuera fácil
levantarse siendo un monstruoso insecto. Vuelve, y cada vez más, el echar de
menos.
Me di cuenta de lo insensato, y posiblemente
triste, que había sido aceptar sin preguntas el haberme convertido en algo que
no era.
Quise volver en busca de mi cuerpo, deseando
que se hubiera congelado en el tiempo, fosilizado en la crisálida de sábanas de
la última noche que dormí en el.
Me negaba a acabar como aquel ciempiés que
cansado de su nombre decidió amputarse una pata.
Recuperar mi vida, esa a la que le quedaba
tan poco, pero lo suficiente como para una despedida. Quería mudarme a mi
antigua piel, para dejar huella en otras pieles.
La meta ahora, era vivir. Aprovechar los
momentos a los que les queda muy poquito, como cuando te reservas la yema del
huevo frito para el final, cuando te acomodas para leer el último capítulo de
un libro, cuando hechas la última foto o vistazo al lugar donde has estado de
vacaciones o por casualidad, y al que puede que nunca vuelvas. Vivir esos
finales, que se acaban y a la vez regresan al escarbar en la memoria de alguien,
como un fósil. Sí, eso es, como un fósil.
Recuperar la 'vida' siempre es fundamental, sin embargo creo que la lucha más dura es la de no dejársela arrebatar...
ResponderEliminarBello post
No es fácil regresar a la casilla de salida, se puede desandar un trecho, ajustar el camuflaje, aligerarlo, recuperar algo de lo que perdimos en el camino...
ResponderEliminarQuizá la experiencia del viaje nos da una única ventaja, que podemos volver la cabeza y descubrir que no sirven los disfraces ni las apariencias varias si seguimos siendo igual por dentro...
Un post sugerente e inquietante.
Un beso,