Mamá Mamut me contó un secreto. Fue un secreto bonito, de
esos que se cuentan cerca de una hoguera, con las mejillas encendidas y los
ojos brillantes, como si hubiera un lago en cada uno de ellos que estuviera a
punto de brotar. De esos secretos que se cuentan a un palmo más cerca que el
resto de secretos.
Mamá Mamut me lo contó una noche en pleno otoño. Lo sé
porque el bosque donde estábamos vestía colores al óleo, y las hojas del suelo
nos servían de sábana para no mancharnos de barro. Y qué bien olía a barro, y a
hoguera. Qué bien olía Mamá Mamut mientras me contaba a un palmo más cerca un
secreto que ya no puedo recordar.
Yo fumaba un cigarro, no sé qué hora era. Creo que por la mañana,
creo que domingo, casi juraría que primavera. No me acuerdo de todo eso, pero
sí de que olía a hierba, que el sol me daba en la cara sin hacer daño, y de que
él salió a preparar algo en la mesa del porche sin que apenas se le viera.
De vez en cuando me daban las tantas y me pillaba el
amanecer de vuelta. Cuando esto pasaba, subía a la montaña, y me sentaba a
mirar aquella casa de color celeste.
Era como mirar algo con olor a magdalena. Como un cuento que
se ha colado en otra historia.
Incapaz de recordar el secreto de Mamá Mamut, me entretenía
imaginando qué hacía ese tipo en la casa celeste.
Era un juego. Un juego tonto para pasar el rato mientras el
cielo vuelve a ponerse azul cielo y sabes que no vas a poder dormir.
Ese tipo no podía ser normal. Básicamente porque la gente
normal no existe.
Le miraba fijamente, tratando de ver su cara. Entonces se
sentó en el porche y buscó un cigarrillo. Me quedé atónita cuando le vi haciéndome
señas para ver si tenía fuego.
Se llamaba Fernão, fumaba tabaco aromático y su mirada era
de esas que parecen guardar un montón de secretos de los que se cuentan cerca
de una hoguera, a un palmo más cerca que el resto de secretos.
Me dijo que él no vivía allí, le cuidaba la casa a los
dueños por temporadas. Yo notaba que Fernão no era un tipo normal. Confundía palabras,
no sabía describir otras, a veces apartaba la mirada y volvía a mirarme como si yo
hubiera aparecido de repente. Se callaba, y eso no me gustaba, porque estaba
como ausente. Me dijo que tenía miedo, pero no supo explicarme el por qué. Miedo
de ser una H, decía.
Pasé un tiempo fuera. Cuando regresé, y volvían a darme las
tantas, me sentaba a mirar la casa de color celeste esperando que Fernão
apareciera. No sé por qué pasa, pero a veces echamos de menos las cosas que
nunca hemos llegado a tener, sentimos nostalgia de momentos que no hemos llegado a
vivir, de personas que no hemos llegado a conocer.
Un día, me atreví a llamar al timbre de la casa de color
celeste. Nadie contestaba. Un vecino se acercó y me preguntó si quería algo.
Le expliqué que buscaba a Fernão, un tipo que no era normal,
que cuidaba la casa a los dueños por temporadas.
- Ay menina, él murió.
En ese momento sentí que todo, incluso la casa de color
celeste, se volvía gris.
- Sinto muito.
El vecino me explicó que Fernão era el dueño de la casa, y
que tenía Alzheimer.
Pasé mucho tiempo sin volver por allí. Cuando lo hice, la
casa de color celeste estaba descascarillándose. Me parecía absurdo pensar que aquel
lugar pudiera oler a magdalenas.
Yo fumaba un cigarro, intentando recordar el secreto de Mamá
Mamut. Y tenía miedo de haberlo olvidado para siempre. Miedo de ser una H,
muda, un ruido invisible, de apartar la mirada, de estar callada, como ausente.
Quizá lo normal es no ser normal, todos estamos un poco fuera de lo normal, pero aparentamos ser normales para no levantar sospechas... todos somos H apartando la mirada, ausentes, metidos en bolsas de magdalenas...
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